Jueves, 4 de la tarde, toca
natación, llegamos tarde (¿cuándo no?). Siempre que estamos a la puerta de casa
surge cualquier contratiempo que nos retrasa aún más. De camino al
polideportivo rememoro la lista de la compra mientras canturreo una canción
infantil que mece a mi pequeña y se duerme.
Tras vivir un momento mágico
en la piscina llega la realidad del vestuario, ¡y yo solo llevo una niña! Qué
locura: secar, vestir, cambiar, recoger, perder, encontrar…
Salimos sanas y ¡secas! Del
recinto pero…¡No! ¡Llueve! Saco la burbuja y canto a pleno pulmón porque Amélie
odia ese plástico que la separa del mundo exterior.
Corro los últimos metros
hasta llegar a casa, nos disponemos a merendar cuando me doy cuenta de que no
tenemos comida para mañana. Decido hacer lentejas, para así poder congelar.
¡Menuda idea! Parece que a Amélie le interesan más las lentejas que su papilla
de frutas.
Cuando ya empiezo a tener
complejo de pulpo (parece que los brazos se me multiplican para agarrar
cucharas, baberos, cuchillos y paños de cocina) llega Manu y respiro.
Y ahora me pregunto: ¿Los
superpoderes vienen con la maternidad? ¿Cuándo me picó una araña súper
poderosa? ¿Tendré ya los suficientes minipuntos para que me concedan una capa?
Las súper mamás existen,
están en cada calle de la ciudad, empujando un carrito o llevando a un niño de
la mano mientras con la otra agarran boslas de la compra, libros, un móvil,
¡otro niño!
¡Viva las súper mamás!
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